Pájaro sin nido
- Carla Vasco

- 13 nov
- 5 Min. de lectura
Crecer, casarse y tener hijos: ese patrón que repetimos una y otra vez de generación en generación… hasta que de pronto llegas tú, ¡o llegué yo! Un pájaro sin nido.

Allá por 1997, las amigas ya hablaban de sus planes: terminar el colegio, quizá ir a la universidad, pero todo parecía organizarse alrededor de un “¿quieres casarte conmigo?”, que por regla llegaba entre los 20 y 25 años de edad. Porque si no, se te pasaba el tren...
Los domingos, desde la casa de mi abuelo, metida entre su poncho, a las cinco de la mañana salía para ver pasar el tren. Literalmente. Yo tendría unos dos años de edad. Recuerdo claramente: sentir el frío de la mañana, el ruido, saludar a los gringos y a los indígenas que cruzaban los Andes en busca de aventuras. Así que el tren, para mí, era un buen recuerdo.
Mi abuelo Enrique fue una figura muy presente en mi vida. Con él se hablaba de política —era velasquista—, leía el periódico, y tenía debajo de su cama algunos ejemplares como un tesoro, algunos del 1800, con la portada de Juan Montalvo. Le gustaba el dulce de higos, una buena fritada y un buen pescado frito. Tampoco podían faltar el tostado y el café con tres cucharadas de azúcar.
Con él no hubo conversaciones sobre el matrimonio, pero sí historias varias de lo malintencionados que eran los hombres. ¡Que siempre debía estar alerta! Una de esas historias sucedió en un conocido barrio de la ciudad de Ambato: La Yahuira. Según él, Pedro —para esta historia— le había pedido matrimonio a su novia con bombos y platillos, en presencia de la familia y todo el barrio. Y que la muy ingenua cayó en la trampa de la prueba de amor antes del matrimonio… y el susodicho voló. No fue a la boda, porque ya, ¿para qué?
En otra historia me decía que no recibiera ni una soda, así estuviera con el tillo puesto, porque —según otra historia— unos hombres hicieron de las suyas poniendo algo en la bebida de una amiga cercana. Y qué decir de hablar con alguien en el bus, porque quién sabe dónde podría terminar yo.
Han pasado 40 años de eso y soy como una grabadora repitiéndole a mi hija de 16 años lo mismo. Entonces, el mundo no está mejor. El mundo no ha cambiado en lo absoluto. Ella está a punto de vivir su propia historia lejos del nido, y hay cosas que jamás cambian: pasan de una generación a otra. Antes de ir a la universidad tendrá que tener su baño de hierbas dulces. Yo tuve el mío después de que ella nació, como preparándome para el largo viaje.
Ahora que ella está a meses de dejar el nido, siento que vuelvo a ser ese pájaro que había encontrado puerto seguro en ella. Me siento un poco perdida, volando en círculos.
Me he mudado de casa más de diez veces desde que tengo memoria. Ya ni recuerdo cuáles han sido los motivos. Cuando mi abuelo murió, perdí mi nido, y también se perdió todo, literalmente. Pero los recuerdos siguen ahí: el sabor del taxo, el perro llamado Cunalata y el delicioso vino que preparaba de la parra de uvas que había en la casa, tan dulce. También el árbol de capulí y el sabor de las tórtolas que cazaba con su escopeta para las reuniones familiares.
Cuando siento que mis alas están cansadas, me poso en sus recuerdos.
Las mujeres de ese lado de la familia, de alguna forma, han sido ese pájaro sin nido con el cual me identifico: la tía abuela que no se casó, la sobrina que tampoco lo hizo, y una prima que osó tener tres hijos y ni un matrimonio. De alguna forma, desafiando las tradiciones de una época y haciéndole justicia a la tatarabuela que fue obligada a casarse porque enviudó. Y ahí se partió la familia: el lado rico y el lado pobre.
Yo pensaba que si tenía a mi hija sin casarme era una especie de patrón familiar. Así que, en nombre de la tatarabuela, decidí tener a mi hija sola y afrontar el qué dirán. Y aunque en el siglo XX no debería importar… pueblo chico, infierno grande. El mundo es un pañuelo, como dicen.
Analizando la historia familiar, me doy cuenta de que antes el amor era un lujo y que el matrimonio era un compromiso adquirido. Yo jamás conocí a mi abuela materna, pero no era ella a quien mi abuelo tenía en las fotos de su habitación. Cuando él ya no estuvo conmigo, sus fotos más preciadas las guardé. Había una especialmente, con una dedicatoria que decía algo como: “Para que me recuerde en sus momentos de tristeza”.
Yo consideré a mi abuelo un hombre feliz, pero al ver esa foto y recordar con qué sentimiento cantaba los pasillos de Julio Jaramillo, entiendo que quizá él tampoco pudo hacer su nido. Él jamás volvió a casarse después de enviudar. Así que disfrutar del vuelo a solas… nos corre por las venas.
Él me dijo que yo era la última generación de la familia, que hasta aquí llegaba la línea de sangre. Así que cuando mi hija nació, supe que iba a escribir una nueva historia: sin reglas, sin compromisos, más que con ella misma y sus convicciones y creencias. Y aunque fue bautizada en la fe católica, ha tenido la libertad de escoger, sobre todo aquí, en la ciudad de Nueva York, donde hay personas de diferentes religiones.
Después de quitarle el seno a los dos años, iniciar el jardín de infantes, que tomara el bus y caminara sola cuando inicio la adolescencia a los 14 años, para ahora dejarla volar sola a los 17 y darle el empujón… no ha sido cosa fácil.
Quiero que siempre sienta la necesidad de volver al nido, que sepa que hay un lugar en el mundo seguro para ella. Así que hace tiempo me hice de un terreno, con esa vista del volcán Tungurahua que le gustaba a mi abuelo. Un lugar para siempre volver, donde sientas el calor de un abrazo y disfrutes de la comida que más te gusta.
No sé si es mi momento para estar ahí. Aún siento que me falta hacer algo más antes de volver. En mi mente siempre estuvo vivir un tiempo en Argentina. Siento que la que parte del nido soy yo, y no ella. Después de 17 años, debo ajustar coordenadas y emprender el vuelo, porque donde estoy… siento frío. Hay que moverse.
Cada uno de nosotros busca crear un nido. Algunos quizás jamás lo encontremos del todo. Tal vez podamos tener un espacio esperando por ahí, en diferentes rincones del mundo, hasta que el alma nos diga que ahí es, que hemos llegado. Sin embargo, ahora más que nunca sé que ese pájaro sin nido —como alguna vez me llamó mi tía abuela, como profetizando mi vida— no es un lugar. Es un sentimiento. Son los momentos felices que construyes diariamente y a donde siempre puedes volver si cierras los ojos.
Así que este pájaro quizá encontró su nido, aunque no literalmente. Vamos a seguir disfrutando el vuelo…





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