Sin viajes no hay paraiso
- Raúl Guarderas
- 3 jun
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 4 jun
El evento HU Ecuador 2025 se llevará a cabo en Sierra Alisos, Hacienda Tambillo Alto, Mejía, Ecuador, del 13 al 15 de junio. Es parte de la celebración de los 25 años de Horizons Unlimited, reuniendo a viajeros de todo el mundo para compartir experiencias, aprender sobre rutas menos transitadas y descubrir nuevas formas de explorar el mundo. Si estás interesada en participar, puedes encontrar más información sobre el registro aquí.
Sin viajes no hay paraiso
Los viajes son una variación de la palabra paraíso. Podría ser una consecuencia de buscar el propio. Por tanto, abren la intención de encontrar ese edén que tanto llamó la atención a cada turista.

Si, el viaje seduce, y antes de hacerlo, la idea de conocer nuevos lugares pone la mente a imaginar y soñar! Hay quienes escogen una agencia, operador, DMC o un “diseñador” de viajes. Otros, los “FIT” (Free Independent Travellers) entran en ese síndrome imaginativo, inquieto, investigativo y quizá comparten los resultados e ideas del proximo periplo con su núcleo (o clan), con quienes se juntan para ello. Es decir de mochilero, pasar a ser un nómada que lo arma a su modo. Puede ser también un alma solitaria y sus vacaciones podrían ser de escasos días.
Finalmente, la expresión amplificada de estos últimos, con mayor tiempo y libertad para moverse, principalmente con un vehículo (sea cual sea) propio que trasciende fronteras, y que ve el viaje per-se como objetivo, hoy se conoce como overlanding. En primera persona y en pocos párrafos quiero narrar qué significó haber encontrado esa como mi forma de viajar, significativa, rica y quizá hasta desafiante, realizando esta travesía de aventura, gozando el poder recorrer en (o desde la perspectiva de) mi moto. Me resultó un flechazo de amor pleno, y si la vida lo permite, creo que seguiré viajando así.

Sabiendo mi ‘vocación’ de soñador (que importante es tenerlos), tracé la posibilidad de recorrer nuevamente una -casi improvisada- ruta al norte, saliendo desde mis ́términos ́, para hacer una ‘toma de contacto’ con Colombia. Con la certeza de tener un cupo para la Cumbre de Turismo de Aventura, Panamá 2024.
Inicialmente por ajustarme al presupuesto con el que contaba para acudir, adquirí un ticket aéreo de Bogotá al destino, así pude poner en el bolsillo lo poco que me dejaría no llegar en avión a El Dorado. Me aventuré a cruzar la imaginaria línea de la mitad del mundo, y embarcarme varios días después de ese aeropuerto al destino istmo/canal y pasar por aire el estrecho de Darien. No hace falta ser buen entendedor para saber que lo que sobraba era
poco, ergo, también el tiempo para llegar a ese vuelo en Bogotá, dado que fue decisión ya cerca de la fecha.
Aproveche lo que aquejaba a la región: el estiaje, y así descubrir y preparar la moto para realizar esta ‘escala’. Tras clamar todos por lluvias, alisté todo para tomar la ruta un domingo, mas un grisáceo cielo cubierto a media tarde -un par de días antes del señalado- decidí subir todas las cargas, revisión final y salir en un horario atípico de estas vivencias, cerca de las 4 de la tarde, diez minutos después, hubiera sido una salida mojada!
De Sierra Alisos, ya se divisaba que la ruta ‘interoceánica’ se había cubierto rápidamente. Aceleré mi Moto Guzzi para atravesar los páramos de Pantzas hacia la conocida Virgen y ‘ganarle’ a la lluvia y neblina, y tras Papallacta divisé los alisales del río Guango, para desvíarme por Baeza, e ingresar al camino secundario y en poco abrir el cancel de San Isidro Lodge, algo después del nadir del día. Cena deliciosa cortesía de Carmen, la anfitriona, y una amena charla con el conocido investigador Carlos Larrea fueron la tónica de esa noche.
Mi segunda parada pensé y me programé fuera Mocoa, tras despertar con neblina en el lodge (y entre exóticas aves, monos aulladores y orquídeas) se retrasó mi descenso a Borja. Por camino secundario con olor retama y que se iba secando, crucé el río Quijos, avanzando con vía compartida con ciclistas de sábado (grato rodar sin vehículos pesados), con cadenciosa marcha dejé atrás las zonas sinuosas hasta Lumbaqui, y traspasar un gran nubarrón llegué a Sevilla.


Algo más de una hora antes, se contrastaría con la erosión regresiva en la fatalidad de proyecto Coca Codo Sinclair y citado a diario en medios y opinión pública de esos días: la E45 va bordeando el río poniendo en evidencia la poca actividad del complejo hidroeléctrico y el gran riesgo que corre por la erosion. En Nueva Loja reposté combustible y comí algo y pude cambiar yanquis a pesos.
Llegué al casi desierto complejo fronterizo, es un paso poco habitual. Tiene horario estricto y no ofrece el seguro (a terceroslo que ya lo había adquirido previamente) que el país vecino obliga a los vehículos turistas. El asfalto reflejaba ya los primeros rayos de la tarde, después del puente del Río San Miguel, gran rotulo delató la bienvenida a Colombia, y empezar la carretera 45, con otro lateral en forma de rombo.

Buena sensación, seguramente con una gran sonrisa avancé por una ruta renovada que paulatinamente ofrecía el sol y calor tropical habitual del Putumayo. Dinamicé el ritmo con la idea de llegar a Mocoa aún con algo de luz. Pero apenas en Santa Ana ya empezó a dominar la oscuridark. Tomé un café de panadería y lo acompañe con buñuelo. A continuación y por un largo trayecto, la 45 estuvo en óptimo estado y bien señalizada. Se notaba asfalto reciente, que a su vez delataba que más adelante habrían varios puntos con ‘labores en curso’ hasta cerca a Villagarzón, lugar donde me detuve para mi estancia.
Una limpia habitación y después de una cerveza y tamal en un ‘agachadito’me esperaban, así dejé pasar un sábado pachanguero.


Seguía la 45, era mi dia 3 y mi destino sería San Agustin, sin embargo, planee caminar a la Cascada del Fin del Mundo en una inmejorable mañana. Retomé caminata de retorno tras un reconfortante baño en un remanso y aún con luz oblicua matinal, tomé mi moto nuevamente, paré a almorzar en un delicioso paradero en Mocoa, y poco después dejé el Putumayo. Entré a la esperada Huila, y en las cercanías de Pitalito, giré hacia San Agustin, ruta corta que culmina en una festiva plaza, la cual me anunció la llegada a la capital
arqueológica del colombiano.


¡Desayuno poderoso! Además de las intrigantes visitas a los sitios arqueológicos y puntos de un pasaporte que debe ser sellado en sus ‘obligadas’ paradas, antes despedir de esta corta (pero no la última) visita, y con la moto cargada baje al Estrecho del Magdalena, el salto que unía las culturas de precolombinas e hito que permite entender la geografía tri- coordillerana en el país vecino. En Pitalito pille las primeras horas de la tarde y las calorías de una arepa, y con un tamiz de sombra de arboledas que caracterizan esa carretera, avance mirada al norte y con ojos verdes. A mitad camino a Neiva, me sedujo un café (y tumulto) y cual arco-iris asomó la plaza de Gigante. Merecido ‘tambito’ previo al descanso de sosegada noche de camping.
Sol del levante sobre el espejo del Embalse -gigante como el poblado- de Betania! Me encaminé a Neiva donde imprimí unos documentos mientras repetía un café, y por carretero secundario, rodé por los trazados de este provocado desierto, el de La Tatacoa, listo para echar pie a tierra apenas la intuición lo dictamine. Caminé llevando un traje de baño y la cámara que captó los dibujos de la luz y sombra sobre esta sui generis condición geográfica, suerte de misterio en cercanías a áreas tropicales exuberantes.
En Villa Vieja -que hace honor a su nombre- y desde una mesa en la plaza, me quedé apreciando la dinámica y degustando la gastronomía que ofrece el lugar.
Pensaría que se superaban los 35°C, puse la moto en la improvisada barcaza y crucé el Magdalena, corto of -road zigzagueante en las riberas del río y luego trazado asfáltico relativamente trabado. La 45 dio paso a una larga recta que un puente la detuvo ya entrada la noche, en Saldaña! Lo hice yo también y cené un plato a base de guarniciones varias y carne mechada, llevé tres pares de botoncitos de yuca, alias pan de bono para un desayuno en la piscina de hotel junto al río del mismo nombre al dia siguiente. Realicé el check-in digital para el vuelo a Panamá.
Con síncopas salseras estridentes, ajusté mis cargas y retomé la ruta. Avancé a Girardot, sol agradable al embocar en la otra -la 21- ruta dirección a La Mesa y el reloj aún no marcaba las 10! ¡Podía tomarme con calma la jornada! No teniendo prisa en llegar a Chía -y casi por equivocación- me desvié a la coqueta Zipacón, y en su plaza me llevé a la boca los panes de
bono sobrantes del día anterior, fruta y quesos de la localidad, sentado observando lo acertado que fue alargar la ruta, al divisar intentos de lluvia en la principal. Entre olfato, mapa, instinto y dispositivo electrónico arribé de nuevo a la carretera 21 y despues de Mosquera, por sendas más transitadas, incluso recurriendo a mi memoria, llegué a casa de mi amigo y colega ya fincada pasando el límite a Cundinamarca.
Dispuse pocas cosas en la mochila y cubrí mi moto, para volverla a destapar una semana después. Resto de la tarde para acompañar al anfitrión Jorgé, cosa que siempre me deja un sabor agradable por las coincidencias que la vida nos puso.
Al día siguiente ya estaba en Panamá, la cual ofreció muchas buenas actividades: genial juntar lo útil con lo divertido. Después del vuelo matutino de sábado, regresé a Bogotá.
En una parada del Transmilenio, algo me impulsó a descender e ir al Museo del Oro: Top! Para la arepa de la tarde -como acostumbra Jorge- ya estaba en la casa-museo que él y su familia ostentan y donde me reencontré con mi AnnJay, la moto amarilla que estaba lista pa’salir al día siguiente.
“¡Noo!” respondió Jorge, y sabía que debía aceptar su invitación a rodar -ahora en bicicleta- con sus amigos. Almorzamos una bandera en Cogua y regresamos por Zipaquira. La Catedral de Sal estaba abarrotada, por lo que preferí quedarme con lo que recordaba de alguna visita en el otro milenio! Mi cálculo serían 60 km impulsados por mis piernas, cosa que provocó tener descanso perfecto antes de retomar la ruta, ahora si en mi moto y aún no hacia el sur!
El impulso que dictó este sueño fue entrar a la plaza de Monguí en mi dos ruedas. Tras haberme quedado una noche más, cancelé pasar la noche en Villa de Leyva. Jorge me sugirió que en Chiquinquirá me desvíe hacia allá, cosa que no hice y tomé larga vía a mi primera parada de esa jornada. El buen andariego optó por continuar por la 45 a Barbosa, llegué por ese lado y a hora de almuerzo a este hermoso municipio boyacense, fue un soleado regalo.
Casi a regañadientes subí nuevamente a la moto. A la postre, llegar esa misma tarde a Monguí fue con lluvia y la descripción de mi cabaña que renté ahí desde airbnb es muy simple: Techo y paredes con ventanal y superficie sobreelevada tamaño del colchón, junto a un risco, baño a 15 metros.
Tomé par cervezas nocturnas y compartí charla con ciclista, de quien recordé al día siguiente Páramo Rusia. Se aclaró la noche, tenía muchas expectativas de este destino, y aun cuestionaba si debí haber permanecido en la colonial Villa del soleado mediodía. Como respuesta, Mongui me ofreció una inolvidable caminata nocturna con luna llena. Amaneció nublado/neblino y continué mi ruta hacia ese páramo! Me quité los impermeables en Duitama, y como si se tratara de ascensión a monte, tuve una larga jornada de caminos de segundo orden y off-road, aventura en solitario!
También se encuentra el paraíso, saliendo de la zona de confort y requiere que enfrentes lo desconocido. Del paso alto del paramo, se apreciaba esa Colombia profunda que uno busca. Lo que fueron espacios de la guerrilla, del capítulo que ese país cierra, se abren diferentes conjugaciones del turismo: eco/avi/comunitario.
No escondo que avanzaba con precaución y un cierto temor, así que antes de Charalá, volver a rodar por asfalto y volver a entrar a poblados, tener nuevamente señal en el celular y tráfico, me brindó sosiego! A través de una luz en el tablero al arproximarme a San Gil, mi Guzzi me dijo que ya quería descanso.

Barichara ya estaba cerca, aun distante la reconocí radiante y de encanto. Mejor su madrugada que -de nuevo con neblina- ofreció escenas harto dramáticas.
Acogida y descanso en casa esquinera de la localidad, trato fantástico y junto a mi habitación, las hamacas y con vista al poblado, y bajo un techo descansaría mi moto. Almorcé después de merodear de un lado al otro, me di tiempo para perderme en sus recodos, conversar con la gente e incluso revisar la mecánica (y confirmar que todo esté en orden con la 850) y entrada la tarde salí hacia el mirador del poblado, con impresionantes vistas a las bajuras y cauce fluvial, cosa que me motivó en seguir hacia el Cañón de Chicamocha. Aprovecharía que los camioneros estarían almorsiesteando. No! Aún mucho
tráfico pesado descendía, por lo que mi concentración estaba más hacia la ruta, que los paisajes.


Sin embargo y con la moto encendida, me detuve e hidraté en un mirador casi con otro ojo mirando carretera arriba, ya que no quería volver a estar en el ejercicio de ‘sorpasos’ a gigantes camiones reyes de camino -aún la 45- estrecho, los que me costaron esfuerzo rebasar durante casi todo el trayecto anterior. Sabía que era una ‘toma de contacto’ nada más con esta genuina Colombia, así que sin lamentar y disfrutando el cauce del río cientos de metros abajo, avancé a mi propio ritmo.

Había conversado tiempo atrás con un amigo de la universidad que ofreció un ‘sofá’ en su depar de Bucaramanga y claro, al igual que en esa época, “igualariamos cuadernos” y era -en cierta medida- lo que me llevaba hacia allá. Después de un almuerzo generoso en Piedecuesta, y donde se iba abriendo la ruta a cuatro carriles, me topé con una ciudad que sorprendía gratamente. Pensé encontrar respuesta del compa esa tarde.
Las coincidencias (o no) de la vida -tras estar ya oficialmente bumanguesmente perdido- te traen ángeles: un moto-viajero escocés junto a su esposa, y en un semáforo y desde la ventana de su auto me invitaron a que tomáramos algo y como digestión al almuerzo, conversamos perdiendo el sentido del tiempo. Compartí la ruta que venía haciendo (ellos me contaron muchas de las suyas), y cuando me disponía a continuar, me ofrecieron espacio para pasar la noche. Mi amigo nunca respondió y cómo las cosas se dieron, ¡estuvo todo a pedir de boca!
Salí medianamente temprano (después de un primer golpe de tráfico) hacia la ruta 66. Casi antes del despiste (y quizá por sus indicaciones en escocés), un poli me embocó en ella, caminito que no le pide favor a la homónima conocida en la América del Norte. Kilómetros llenos de buenos adjetivos, calor, y disfrute de la geografía de ceja de montaña. Derrepronto ya estaba en Puerto Boyacá a 40 grados.

Honda, me permitió tener un almuerzo inolvidable, entre sombras y pretiles, y recordando la narrativa del nóbel Gabo, caminarle a este puerto del río Magdalena. Preferí ver esta puerto histórico, que ir al popular Peñón de Guatapé, porque al día siguiente los colombianos tenían feriado y había pronóstico de tráfico. Ya había rodado varios cientos de kilómetros, y antes de Ibagué - que presentaba garúa- pasé de la 45 a la 43.
Este venidero tramo sorprendió por varias cosas: Sin duda una de ellas fue la ingeniería, un derrotero del 3er milenio que desafiaba a los principios de la lógica. Se trata de la ruta 40 (tampoco pedía favor a la argentina) y tras Cajamarca -al llegar punto más alto- sufrí del síndrome de Stendhal* el que me provocó a pedir un cigarrillo a un transeúnte y digerir la belleza de esos 360° que rodeaban: El nevado del Ruiz, el cauce del Cauca, mirar el extenso eje cafetero, con rayos entre las nubes con sol del poniente frente a mi.
Recordando las pistas de matchbox de la infancia, descender hasta Armenia y finalmente desviarse hacia la casa de Alex, no tuvo parangón. Entre Filandia, Salento y Circasia, mi amigo cafetero tiene su finca productora con plantas de arábica y robusta. Es un recodo que, junto al valle de Cocora, marcan un cuadrilátero de lugares que deben ser visitados en este característico eje. Al día siguiente eso hicimos!
Llevando su café en las alforjas, finalicé este recorrido el día después: Una final y larga moto-jornada, línea que une Armenia con Quito, en algo más de 11 horas de recorrido (una de ellas en la frontera). No, no gasté lo equivalente al ticket aéreo que omití en este improvisado
itinerario, pero con algo adicional, experimenté (abriendo también la bendita curiosidad) un viaje entretenido por una única Locombia!
Viajar así no es sólo pasar la frontera física doméstica de uno a otro país, es sobrepasar las fronteras de uno mismo, los miedos e inquietudes interiores que muchas veces gobiernan y pueden llegar a ser altamente limitantes.
Fotos y texto: Raul Guarderas @andariego2.0
Nota del Editor:
El síndrome de Stendhal es un fenómeno psicológico que describe una reacción
intensa y a veces abrumadora frente a la belleza y caracterizada por emociones
intensas.
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